Estamos en el año del quinto centenario de la Reforma. Ya desde el pasado 2016 se anunciaba esta efemérides y durante el presente 2017 va a ser un continuo recordatorio de esta singular fecha.
Desde el lado evangélico y protestante se van a exaltar los grandes logros que se consiguieron a partir de que aquel monje agustino clavara sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg. Se realizarán conferencias, se escribirán algunos libros y muchos artículos, y la gran mayoría arrinconarán los graves errores que también se dieron en esta Reforma. En algunos casos fueron tan dramáticos que obviarlos parece más un acto de mala voluntad que de “olvido”.
Dos de estos episodios fueron la guerra de los campesinos y la gran represión que se llevó a cabo contra los Anabaptistas. Se calcula que la masacre contra los primeros ascendió a 100.000 personas en tanto que la persecución combinada de católicos y luteranos bajo decreto imperial acabó con la vida de miles de anabaptistas.
Es cierto que en un primer momento ni siquiera se puede hablar de un movimiento Anabaptista debido al caos que se estaba produciendo y en medio del cual apareciendo determinadas enseñanzas y creencias y el episodio de la ciudad de Münster debemos considerarlo como lo que fue, un episodio aislado en la historia del anabaptismo. Lo que no tuvo nada excepcional fue la posición de Lutero con respecto a la autoridad civil a pesar de que en un primer momento dijera todo lo contrario.
En la Dieta de Worms (primavera de 1521) él mismo no se sometió a esta autoridad representada allí ni más ni menos que por el propio emperador Carlos V. Sus palabras son legendarias y todo un ejemplo de valentía ante lo que él pensaba era la voluntad divina:
Puesto que Su Majestad y sus señorías piden una simple respuesta, voy a dar una sin cuernos o dientes [es decir, no sin dificultades y sugerencias]: si no se me convence mediante el testimonio de la Escritura y la clara razón, porque no creo ni en el Papa ni solo en los concilios, puesto que es evidente que han errado y se contradicen. Estoy convencido por mi conciencia y estoy prisionero de la Palabra de Dios […]. Por lo tanto, no puedo ni quiero retractarme, ya que no es seguro o saludable hacer nada en contra de mi conciencia. Que Dios me ayude. Amén.[1]
Dos años más tarde, en 1523, todavía tenía la misma opinión. Las autoridades civiles y religiosas no poseían la última palabra ya que esta provenía de las Sagradas Escrituras. Pero en 1524[2] estalló una guerra civil en Alemania. Se produjo un levantamiento de campesinos. Estaban ahogados por los impuestos, por el abuso de poder de las ahora autoridades que no eran otras que los príncipes y nobles luteranos.
Las demandas de los campesinos eran totalmente razonables y justas y además tomaban principios del propio Lutero, de la reforma iniciada por él. Así se publicaron en enero de 1525 bajo el título de los “Doce artículos de los campesinos”.
El levantamiento había sido violento atacando algunos monasterios y castillos de los nobles, esta violencia que parecía sin control es injustificable pero no podemos obviar que llevaban la razón en sus demandas. Quien no tiene nada que perder no puede perder nada haga lo que haga.
Lutero estaba protegido precisamente por los príncipes alemanes y la nobleza y en un primer momento intentó conciliar ambas partes aunque en absoluto fue justo estando bastante inclinado a favor de las autoridades. Era francamente inaudito que no condenara este sistema feudal que esclavizaba las vidas de los más desamparados y pobres. Para todas estas personas parece que lo único que había ocurrido con el estallido de la Reforma es que el poder había pasado de manos de la Iglesia católica al de los príncipes alemanes. El campesinado seguía clamando por justicia y libertad en tanto que el reformador parecía más preocupado por no colocar en su contra a los gobernantes al amparo de los cuales avanzaban sus ideas reformistas.
El giro que dio Lutero fue trascendental y del todo condenable ya que otorgó su bendición a la represión armada y así los príncipes al frente de sus ejércitos mataron a placer realizando toda clase de crueldades. Para amparar teológicamente este proceder había expresado poco antes que las autoridades son colocadas por Dios y por tanto el buen cristiano debía respetarlas y obedecerlas. La contradicción no podía ser más clamorosa.
El mismo año en el que comenzó el levantamiento pero en otro lugar, en Zúrich (Suiza), un puñado de jóvenes intelectuales habían escrito una carta a Thomas Müntzer, uno de los principales dirigentes de la insurrección campesina. Müntzer moriría al año siguiente, 1525, en la batalla de Frankenhausen en donde fueron barridos, aniquilados, 8.000 campesinos. La carta no fue contestada, desconocemos si llegó a manos de Müntzer.
Este grupo que al principio eran seguidores de Zwinglio se dieron cuenta que las reformas necesarias a todos los niveles no se daban con la premura necesaria. Además las mismas debían ser aprobadas por el Consejo municipal. Esto hacía surgir una pregunta evidente: ¿de qué dependían las reformas, del Consejo o de lo que decían las Escrituras? Estos colaboradores se distanciaron tanto de él que finalmente Konrad Grebel y Felix Manz rompieron relaciones con Zwinglio. La cuestión estaba clara, la Palabra de Dios no podía estar sujeta a las autoridades de la ciudad. Esta decisión iba a traer consecuencias trágicas ya que de nuevo el estrato social superior era seriamente cuestionado y este no iba a quedarse de brazos cruzados.
Es cierto que Zwinglio veía las cosas de forma diferente y en parte no le faltaba razón ya que quería un proceso reformador que fuera estable, que contara con los gobernantes, pero tenía en su contra la dependencia consecuente al poder establecido. También se ha de decir que la Reforma al dejar sin sostén las estructuras de la sociedad de entonces dejó un hueco de poder que se intentó tapar con los príncipes y la nobleza lo que se no se tradujo en un verdadero cambio de situación de las clases más pobres y abrumadas. Estas acabaron reaccionando o bien violentamente, como el caso de los campesinos en Alemania, o bien negando legitimidad al gobierno establecido pero desde el pacifismo como será el caso de los Anabaptistas. Pero en todos ellos se produjo un caos social en donde las ideas reformadas eran llevadas y traídas, donde masas de personas se dejaban seducir por ideas apocalípticas ante lo que se creía que eran los últimos tiempos, el regreso de Cristo era inminente y el Anticristo estaba sentado en el Vaticano.
La ruptura definitiva fue el resultado de la cuestión del bautismo de adultos. El grupo de disidentes sostenía que el mismo únicamente debía ser administrado a los adultos como resultado de una conversión personal y no, como Lutero y Zwinglio sostenían, a los niños pequeños. Se trataba de una decisión personal que como consecuencia les hacía parte de la verdadera iglesia algo muy distinto al bautismo de un recién nacido. Este pequeño no podía ser considerado cristiano por los beneficios otorgados por este sacramento. Se estaba cayendo en un error mayúsculo.
Por supuesto la opinión de Zwinglio prevaleció y así en 1525 el Consejo de la ciudad ordenó el bautismo de los todos los niños a los ochos días de vida. A la par se producía la prohibición de que el grupo contrario se pudiera reunir tanto entre ellos como con otros simpatizantes. Pero los disidentes lejos de amilanarse se dedicaron a predicar por todo el territorio yendo a las zonas rurales y ganando a muchas personas para su causa e ideas religiosas.
Mientras iban predicando realizaban un “re-bautismo” (anabaptismo) ya que sostenían, con toda razón, que una persona no es cristiana por el lugar en donde nace sino que lo es con base en la fe y al nuevo nacimiento. Este nuevo nacimiento se evidenciaba en el seguimiento de Jesús y colocaban en el horizonte de su espiritualidad la práctica del Sermón del Monte. Abogaban, por tanto, por la separación de la Iglesia y del estado a lo que se unía su pacifismo ya que consideraban que así había actuado Jesús cuando había sido insultado y ultrajado.
En 1526 el Consejo de la ciudad de Zúrich se reunía y aprobaba la pena de muerte para estos, según ellos, alborotadores y enemigos del orden. Esta pena era por medio de ahogamiento en una clara muestra de sadismo al practicar estos el bautismo de adultos. El número de mártires fue enorme cuando además en 1529, en la Dieta Imperial de Spira, los católicos y los príncipes y gobernantes de las ciudades que habían abrazado la reforma se pusieron de acuerdo para que la persecución se llevara a cabo en todas las regiones.
La predicación anabaptista había cundido con éxito en otros tantos territorios y cuando las exigencias de los campesinos fueron desoídas y estos masacrados las ideas anabaptistas fueron asumidas por ellos.
Lutero en un primer momento se negó a la persecución de estos disidentes ya que eran pacíficos, se dedicaban a predicar, a expandir sus ideas de lo que debería ser la verdadera iglesia, pero finalmente la aprobó convencido por Felipe Melanchton de que eran unos blasfemos.
Tras años de persecución, un incierto futuro y el desastre de la ciudad de Münster (1534) Menno Simons se colocó al frente del movimiento y le dio sentido y rumbo, reorganizándolo y proveyéndole de las señas de identidad que han pervivido hasta nuestros días.
Al presente no son pocos los creyentes que se percatan que están mucho más cerca de la justicia social exigida por aquellos campesinos alemanes y de la religiosidad de los anabaptistas o menonitas que de Lutero y otros reformadores. A pesar de esta realidad se sigue exaltando los grandes logros del reformador alemán y casi silenciando la reforma radical y evangélica propuesta y vivida hasta el martirio por los anabaptistas. Nadie que se precie como verdaderamente cristiano estaría a favor de la opresión de las clases más bajas, en contra de la separación de Iglesia y Estado, del bautismo de adultos como muestra evidente de la conversión interior, o de la moralidad que se desprende del Sermón del Monte como norte y guía para el seguimiento de Jesús. También respetarían o incluso apoyarían el pacifismo y así los menonitas serían considerados sin lugar a dudas como verdaderos y respetables creyentes… o no.
Tristemente no es así. Tanto ellos como tantos otros creyentes afines son considerados como herejes por aquellos que son herederos en gran media de esta reforma radical. La razón proviene del rechazo total a la violencia y su centralidad en Jesús como clave de interpretación escritural. Este pacifismo que ven practicado por Jesús es algo ausente en no pocos relatos del Antiguo Testamento que son manifiestamente bélicos. Para ellos y tantos otros, Números 31, por ejemplo, es incompatible con el amor al enemigo propuesto por el Galileo. El Señor de los Ejércitos no es posible encajarlo o compatibilizarlo con el Sermón del Monte.
Como consecuencia, al presente explican todos estos textos veterotestamentarios como tradiciones coloreadas y formadas a la luz de un determinado concepto de Dios totalmente superado por Jesús. Entonces apelativos como liberales para con el Antiguo Testamento, herejes, o quebrantadores de la autoridad bíblica e inerrancia bíblica aparecen. La tragedia menonita continúa para ellos y para con todos los que comparten esta visión de los que son las Escrituras. Pero como dijo William Shakespeare “Hereje no es el que arde en la hoguera. Hereje es el que la enciende” y a lo que yo añado: hay muchas formas de encender una hoguera.
[1] Citado en Miegge, M. (2016). Martín Lutero. La Reforma Protestante y el nacimiento de las sociedades modernas. Terrassa: Editorial CLIE, p. 52.
[2] La misma acabó en 1526.
Sobre el Autor: Alfonso Ranchal es Diplomado en Teología (Ceibi). Vive en Cádiz. También es articulista habitual en la revista "Renovación".
fuente del hipertexto: http://www.lupaprotestante.com/blog/historias-oscuras-la-reforma/