Retengan lo que es bueno 1 Tes. 5.21

18/5/17

Violencia, familia e iglesia - Por J. Galli

Ponencia del pastor Jorge Galli.

En hora buena el tema que nos convoca. Era hora que los cristianos evangélicos empezáramos a sacar a la luz temas que en el pasado  fueron encriptados, como si el silencio prescribiera su inexistencia.

Hace ya tiempo se sabe que en algunos hogares e iglesias hay nichos de violencia. Por vergüenza, impotencia o comodidad  hemos preferido silenciarlos. Pero es tiempo que los cristianos evangélicos empecemos a enfrentarnos con nuestras partes enfermas, en la iglesia y en la familia.

DOS FORMAS FAMILIARES

¿Por qué relacionar la violencia a dos instituciones como la iglesia y la familia? En  gran parte  de la sociedad occidental, familia e iglesia,  son dos realidades  sociales que mantienen entre sí  relaciones de correspondencias y simetrías, pero también de tensiones y oposiciones.

Familia e iglesia intercambian términos entre sí: Dios es llamado Padre, y “padre” a su vez es el sacerdote. Los miembros de una comunidad religiosa son “hermanos” y “hermanas” entre sí, al igual que en las relaciones entre miembros de una misma prole.  En algunas confesiones tampoco puede faltar  la referencia a una “madre”.        
                                                                                               
Se toman del ámbito familiar la mayoría de las metáforas  utilizadas en libros sagrados como la Biblia, para referirse a la relación de Dios con el ser humano.

Familia e iglesia  comparten una normativa que les  es común,   en ambas existen creencias, ritos,  costumbres, preceptos, tabúes, y celebraciones integradoras de todos sus miembros.
Familia e iglesia   pueden ser legitimadoras del orden establecido, pero también pueden ser generadoras de luchas, resistencias y motivar cambios en la sociedad a la que pertenecen.
Familia e iglesia pueden adquirir diferentes formas y finalidades según el momento histórico o el sector social al que pertenezcan,  lo  llamativo es que tales diferencias generalmente las encuentra unidas; lo que interesa a una, atrae también a la otra.

Es indudable que estas dos instituciones sociales cumplen funciones esenciales a lo largo de gran parte del desarrollo de la humanidad, de modo que ninguna de las dos podría concebirse  en su estado actual sin la intervención  conjunta de ambas. Una prueba de esto es que, solo en tramos excepcionales de la historia, tras grandes derrumbes sociales, se ha pretendido su cuestionamiento o la supresión de alguna de ellas o de ambas. Tales experiencias  han sido en general, fallidas.


EL MITO

Ahora bien ¿cómo es posible hablar de violencia en dos comunidades que nacieron para el refugio, el abrigo, la contención y el consuelo?

Esta contradicción no deja de  entristecernos e incomodarnos. Pero precisamente por esta razón es necesario que lo instalemos como tema de debate con un doble propósito, el de máxima: desactivar hasta donde nos sea posible la violencia residual que se incuba en ambas familias. De mínima, destruir el mito de la familia y la iglesia ideal. Mito que la Biblia nunca nos alentó a creer.

Ni los datos empíricos, ni las Sagradas Escrituras nos permiten idealizar ambas instituciones. Desde Caín y Abel, Jacob y Esaú por mencionar solo algunos ejemplos  de fraticidio y violencia, hasta  pleitos en iglesias como la de Corintio, la Biblia siempre ha sido franca con nosotros: ambas instituciones están atravesadas por el estigma de la violencia.

Desde la historia, también tenemos amargos exponentes de violencia tanto eclesial como doméstica: Las Cruzadas, La Inquisición por el lado de la iglesia Católica. El Consistorio en Ginebra, la Guerra de los Campesinos en Alemania por el lado de la iglesia protestante

Lo asombroso no es solo que estas cosas ocurran, sino que hayamos tardado tanto tiempo en hablarlas. ¿Por qué? Algunas de las razones por las que hemos silenciado el tema, han sido expresadas por la declaración que la Unión Femenil Bautista de América Latina hace sobre este tema.

La UFBAL indica una serie de mitos o utopías que han silenciado o postergado el debate.

1. La Utopía Idealista de que la familia cristiana está exenta de interacciones violentas.
2. La Utopía Ingenua de que una familia por ser cristiana está libre de conflictos.
3. La Utopía Ilusoria de una paz familiar basada en relaciones de poder y desigualdad.
4. La Utopía absurda de que para estabilizar a la familia de hoy es necesario volver a los antiguos modelos de familia patriarcal.
5. La Utopía Incoherente de que la evangelización excluye la misión integral del ser humano.
6. La utopía cándida que el cristiano está obligado a soportar el maltrato y no hacer nada para protegerse y evitarlo.
7. La utopía evasiva que nos lleva a pensar que la violencia no es asunto nuestro.
8. La utopía conformista que si nos resignamos y aceptamos el maltrato, Dios nos premiará.
9. La utopía fantasiosa que la salvación nos promueve de la casa al cielo.

Agregan las cristianas bautistas latinoamericanas: “Es tiempo de que la Iglesia rompa el silencio, ya que la violencia intrafamiliar es un problema social del que todos tenemos que responsabilizarnos y con mayor razón la Iglesia. La palabra de Dios es un llamado continuo a la esperanza, esperanza no es pasividad, estatismo, fatalismo, ni resignación, Dios está con nosotros y se duele con todo lo que nos pasa a sus hijos(as)”.

ORIGEN DE LA VIOLENCIA ECLESIAL Y DOMÉSTICA

¿De donde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? Se pregunta Santiago (S. 4:1). ¿De donde viene la violencia en la iglesia  y en la familia? Parafraseamos nosotros.

En primer lugar para responder a esta pregunta, comencemos por lo más profundo del ser humano: el inconsciente. Fue el creador del psicoanálisis, S. Freud, quien señaló que en el hombre habitan dos pulsiones opuestas entre sí: una destructiva, otra creativa, odio y amor, tánatos y eros. Ambas fuerza se entretejen entre si en un mismo corazón o en una misma comunidad. El hombre puede llegar a ser la criatura mas tierna de la creación, pero también puede llegar a ser mas cruel que los lobos. Que la especie humana haya sobrevivido a sus ansias de exterminarse unos a otros, podría explicarse como un verdadero milagro, sino fuera por aquella otra capacidad que también es parte del ser humano: la capacidad de crear y amar.

Ni en la familia, ni en la iglesia los individuos estamos inmunizados contra esta pulsión destructiva. Todos llevamos un genio salvaje dentro nuestro y es bueno ser conscientes de ello, si es que al menos queremos domesticarlo. Lutero lo sabía: “Creí haber ahogado al viejo hombre pero el muy maldito sabía nadar”.

El consejo de Pablo a los padres (Ef 6:4) de no hacer enojar a los hijos ¿no sería un límite a la furia desatada de un padre? La amonestación de Pedro a los pastores “No sean tiranos con los que están a su cuidado” (I Pedro 5:3) ¿alcanzaría para contener lo arrebatos autoritaristas de algún presbítero?

No importa que sea la iglesia o la familia, parece que la tendencia agresiva que todos llevamos adentro no conoces de límites sacros o domésticos, irrumpe en ambas por igual.

En segundo lugar, si queremos determinar el origen de este instinto tanático, debemos mirar hacia la familia y la iglesia como organizaciones sociales que tienen en común, para la inmensa mayoría de sus integrantes, el ser altamente conservadoras.

En un reciente trabajo de investigación (J. Galli 2003) realizado sobre treinta  familias pertenecientes a una congregación evangélica del conubarno bonaerense, se detectó la vigencia del 75 % de las costumbres, tradiciones y valores que los reformadores del siglo XIV enseñaban a las familias de sus congregaciones. Familia e iglesia tienen en común ser sostenedoras de lo establecido.

Los conservadores se  preocupan de conservar la identidad; los progresistas  de encarnarla y renovarla con dinamismo y creatividad.  Ordinariamente los conservadores son los que  tienen el poder y la autoridad.

No tienen nada de malo ser conservador. En general la mayoría de los que pasamos los cuarenta años tendemos a ser mas conservadores que progresistas. Y es natural que así sea: aquello que ya sabemos y conocemos, que ya hemos alcanzado  y dominamos, tendemos a conservarlo, a retenerlo, a guardarlo.

El problema es cuando las personas e instituciones conservadoras imponen formas violentas para sostener sus tradiciones. Estoy pensando en el fundamentalismo, el dogmatismo y el autoritarismo como formas violentas de mantener el status quo institucional. Cuando pensamos en estos tres jinetes de la violencia institucional religiosa, no necesariamente tenemos que llegar al extremo talibán.

DURMIENDO CON EL ENEMIGO

En un reciente análisis de las formas violentas dentro de la iglesia y de la familia, en su  libro Las redes del odio, Marcos Aguinis desenreda la trama oculta del protestantismo en Ginebra. Adems de decir “Dios me ha dado la gracia de declarar qué es bueno y que es malo”´, Calvino creó una policía eclesiástica que tenía prerrogativas de invadir el espacio doméstico. Toda la familia tenía que someterse a los husmeadores profesionales. Se los examinaba a ver si sabían de memoria las plegarias, y debían explicar porqué no habían concurrido a una prédica de  Calvino. Los visitadores no se conformaban con hacer preguntas, sino que medían los vestidos de las mujeres para determinar si eran demasiado largos o breves, o si tenían demasiados adornos. Observaban el peinado, contaban los anillos de sus dedos, en la cocina observaban las alacenas y los platos, no se permitían las golosinas ni las mermeladas. Se revisaban los libros  para controlar si alguno tenía el sello de la censura. Los hijos eran interrogados sobre la conducta de los padres. Casi todo estaba prohibido: prohibido el teatro, los deportes, la ropa con bordados, las fiestas en familia con más de veinte personas,  imprimir un libro sin permiso del pastor, las manifestaciones artísticas, ya que el arte tienta a la idolatría, prohibido poner a los niños nombres que no fuesen bíblicos, prohibido reír en público.

Aguinis no cita las fuentes de sus afirmaciones, dejo a nuestros historiadores la confirmación o no de las mismas. De ser fidedignas, bastarían para alarmarnos y alertarnos sobre cualquier semejanza que se esté dando en nuestros ámbitos evangélicos. La familia y la iglesia son espacios conservadores, pero cuidado que los tres jinetes del conservadurismo, desatan violencia y siembran el terror.

Hablamos de violencia religiosa cuando la vivencia cristiana se reduce al miedo por los castigos divinos; cuando la predicación está sobrecargada de amenazas de condenación; cuando la autoridad eclesiástica o los grupos religiosos se quieran imponer por la fuerza.
Nos referimos a la violencia familiar cuando en el vínculo familiar se establece a partir de  golpes, insultos y castigos; cuando se exige una obediencia más allá de lo justo y razonable; cuando se manipula a los demás a través del dinero, el sexo, etc.

¿Cómo se expresan en la actualidad los signos de violencia doméstica y eclesial? No nos alanzaría el tiempo ni el espacio para señalar las distintas modalidades que adquiere la violencia tanto en el espacio familiar como eclesial.

En la familia abuso emocional: desvalorización, ridiculización, falta de afecto. En la iglesia abuso espiritual: apelar a la culpa, explotar el miedo, descalificar porque “no tenés fe”

En la familia maltrato físico: golpes, empujones, pellizcos. En la iglesia maltrato económico: promesas de prosperidad aquí y en el mas allá, proporcionales al volumen de las ofrendas, castigo para los que no alcanzan las metas económicas que imponen los líderes.

En la familia acoso sexual: juegos que llevan al contacto sexual, manoseo, persuasión. En la iglesia  acoso sensual: manipulación de las emociones por medio de la música, el efecto de las luces, el tono de la voz, los movimientos en la plataforma

En la familia abuso del poder: la autoridad se impone arbitrariamente en base al dinero y a la fuerza física. En la iglesia abuso de autoridad: la dictadura del buen pastor se impone en base a la disciplina de la exclusión.

En la familia el sexismo: la mujer debe destacarse por la sumisión voluntaria al marido, en la iglesia el “sacerdocio universal androcéntrico”: todos son salvos por la fe, pero las mujeres no pueden enseñar ni tomar decisiones.

Así podríamos continuar con estas ecuaciones de violencia eclesial y familiar: en la familia el patriarcado, en la iglesia el caudillismo. En el matrimonio el divorcio, en la iglesia los cismas.  En la familia posmoderna el facilismo, en la iglesia electrónica la oferta religiosa. En la familia la unidad de consumo, en la iglesia las reglas del mercado.

En una medulosa exposición sobre “Abuso emocional y maltrato en la iglesia” el psicólogo Gustavo Valiño define el abuso espiritual como un modo de relación que causa daño a la integridad espiritual, psíquica y/p física de una persona en su búsqueda de apoyo o en sus intentos de servicio, a partir de pautas distorcionadas o relaciones disfuncionales que impiden el crecimiento, la libertad espiritual y la profundización de la relación con Dios.

Antes de cerrar las modalidades de violencia familiar y eclesial, demos un vistazo a la producción editorial que trata  el tema de la familia desde algunos autores evangélicos.

Aquí, viene a nuestro servicio el excelente trabajo de investigación realizado por Estela Somoza, con motivo de su tesis de maestría presentado ante la escuela de posgrado de la UNSAM (2002). En este trabajo se estudia la literatura evangélica dirigida a las familias que se congregan en iglesias de esa confesión en la Argentina. La autora focaliza su trabajo en el discurso de género que emerge de estos libros. Del poblado universo de libros evangélicos sobre familia, Somoza selecciona 117 títulos, la casi totalidad de ellos corresponde a traducciones de autores estadounidenses como Christenson, Wright,
Dobson, Smalley, Anderson, los esposos La Haye. Según la autora, todos representan con diferentes matices las concepciones patriarcales y asimétricas de la relación hombre mujer.

Para citar solo un ejemplo, reproducimos un párrafo de su tesis:

Christenson (1970), siendo que está en el extremo más tradicionalista, opina que el varón es central en la creación, que la mujer está hecha para él, que a su vez, él la cuida para que le satisfaga o sirva mejor (al igual, dice, que uno cuida a su automóvil, negocio, cuerpo para que funcione mejor, así cuida a su esposa para que sea mejor ayuda idónea)1, y que a ella esta función la satisface.

También esta violencia de género, justificada por el discurso del “orden divino” se encuentra alojada hoy en ambas comunidades: la familia y la iglesia.

Con lo dicho es suficiente para alcanzar el objetivo de mínima de este trabajo: desmitologizar a  la iglesia y la familia como lugares paradisíacos donde el grado de conflicto y violencia son categoría extrañas.

ESTRATEGIAS PARA LA PAZ

Nuestro segundo objetivo, algo mas ambicioso que el primero, era preguntarnos por estrategias que nos ayuden a desactivar  la violencia residual que se incuba en ambas formas familiares.

El primer paso es admitir y denunciar que tenemos un problema. El quedar atrapados en el miedo, y en el silencio o el pensar que solo es un episodio pasajero, es perpetuar el ciclo de la violencia. Dice Valiño: “Una de las caracteristicas fundamentales de los sistemas de abuso es que se sostienen en base al silencio: el lema es de eso no se habla”. Corrernos de ese lugar, es adueñarnos otra vez de la familia y de la iglesia como comunidades salutógenas (generadoras de salud).

El  siguiente paso es pasar de un modelo de comunidad verticalista a un modelo participativo. Esto no es desconocer la necesidad de la autoridad, pero si es reconocer que la autoridad sana es la que se reconoce y no la que se impone. Este paso es particularmente importante cuando descubrimos que abuso de poder y violencia siempre van de la mano.

En una publicación reciente sobre violencia en la iglesia, una autoridad del mundo católico como Camilo Maccise, propone que para desactivar la violencia debemos tener en cuenta  el  modelo de iglesia que queremos tener. Nosotros añadimos, también el modelo de familia que queremos construir.

Para desactivar la violencia la iglesia y la familia no pueden construirse desde el modelo empresarial,  desde el modelo militar, o desde el modelo feudal.

El modelo de iglesia o de familia (la forma como estas  se entienden a sí misma y se presentan a los demás) influye igualmente en la forma de concebir y de ejercer el poder.

Las tensiones y conflictos en la iglesia y en la familia  no se pueden eliminar ni con la violencia del fundamentalismo que controla todo, ni con la violencia del autoritarismo que sanciona y excluye, ni con la violencia del patriarcado que impone y uniforma. (Tampoco  con la violencia del rechazo de la autoridad o de las verdades y valores  fundamentales de la fe y de la familia)
El modelo de familia e iglesia que necesitamos para desactivar la violencia se basa en la comunión, el diálogo, la unidad en la diversidad y en un clima de libertad que acepta al otro.

Adherimos aquí,  a la exhortación del CMI sobre la violencia Instar a las iglesias para que superen el espíritu, la lógica y la práctica de la violencia; para que renuncien a toda justificación teológica de la violencia; y para que reafirmen la espiritualidad de la reconciliación y de la no violencia activa.

En tercer lugar, aún desde sus heridas,  la iglesia y la familia deben trabajar juntas para desactivar la  injusticia social que produce violencia. La violencia en las calles, en la escuela, en el deporte, es la respuesta que estamos recogiendo de quienes se han sentido excluidos, maltratados y no escuchados por un sistema social injusto. Detrás de un individuo violento hay una construcción social violenta.

La Iglesia y la familia como espacio socializares privilegiados (junto con la escuela) pueden acompañar a la sociedad , desde una posición de humildad, en la construcción de una cultura de la paz. El gobierno tiene diversas oficinas que prestan ayuda a las personas afectadas por las distintas formas de  violencia. Sin embargo, esto no es suficiente. Es necesario que desde familia y desde  la Iglesia se desarrolle programas educativos para combatir este mal; programas que ministren a las necesidades físicas, morales y espirituales tanto de las víctimas como de los agresores.

Por último, la Iglesia y la familia deben recuperar el concepto bíblico de las fortalezas en medio de las debilidades y que hoy desde el campo de las ciencias sociales nos llega con el nombre de resiliencia. Las personas y los pueblos tienen  recursos y potencialidades que si los sabemos activar pueden cambiar los pronósticos mas agoreros por un futuro venturoso.

El concepto de resiliencia es relativamente nuevo en las ciencias humanas y no tanto en las ciencias duras. Alude a la capacidad de tener una vida sana en un medio insano a través de recursos como la creatividad, la autoestima, la espiritualidad, el humor, la iniciativa...

La iglesia y la familia cuentan con recursos resilientes para recuperarse de esta enfermedad  que es la violencia. Desde los principios bíblicos para conciliar y resolver pacíficamente los conflictos, hasta una gran cantidad de calificados profesionales cristianos que están dispuestos a trabajar por paz en la familia y en la iglesia. Pero por sobre todo contamos con el gran pilar de la resiliencia: nuestro Dios de Paz: “Un río alegra a los que viven en la ciudad de Dios, sus  arroyos llenan de alegría el templo del Dios Altísimo. La ciudad de Dios jamás caerá porque Dios habita en ella; Dios mismo vendrá en su ayuda al comenzar el día”. (Sakmo 46: 4-5 / BLA)

Quiero agradecer a la FTL por permitirnos romper el silencio sobre lo que hemos callado durante tanto tiempo.  No están solos. Otros cristianos, preocupados como ustedes, están promoviendo encuentros de diálogo, capacitación y acción al servicio de las familias y de las iglesias. Termino con palabras de Juan Driver:

"DIOS ES UN DIOS DE PAZ,
JESÚS ES SEÑOR DE PAZ,
SU EVANGELIO ES EVANGELIO DE PAZ,
SU REINO ES REINADO DE PAZ;
SU MENSAJE ES LA BUENA NUEVA DE PAZ;
SUS HIJOS SON HACEDORES DE PAZ"

Jorge Galli
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