¡Todos debemos ser pentecostales!
(como lo describe Hechos 2)
El día de Pentecostés es el paradigma para la Iglesia de todos los siglos. En él, Dios marcó a la Iglesia para siempre con su carácter carismático, bíblico y profético. Tan importante era ese día, que Cristo ordenó a sus discípulos quedarse sentados en Jerusalén hasta que no se cumpliera (Lc 24.49, kathísate). La misión no pudo iniciarse sin el don pentecostal. La Iglesia es Iglesia porque es pentecostal. Es fiel a su naturaleza y misión sólo cuando es fiel a su origen en el Pentecostés.
El capítulo dos de los Hechos nos enseña un pentecostalismo integral. El derramamiento del Espíritu (2.1-13), va acompañado por una clara exposición de la Palabra de Dios (2.14-36), que resulta en muchas conversiones (2.37-41) y una comunidad radicalmente transformada (2.42-47). El Pentecostés comenzó, pero no terminó, con el don de lenguas. Mucho más que la impresión del fenómeno de las lenguas, el secreto de su poder fue la fuerza de la Palabra y la práctica evangélica que ésta inspiró. Si hubiera sido lenguas y nada más, no hubiera sido Pentecostés.
El Pentecostés nos enseña que la iglesia vive de los dones del Espíritu, entre ellos el de las lenguas. Las lenguas en ese momento eran una señal, apropiada para la ocasión, del derramamiento inicial del Espíritu sobre la Iglesia, cuando “todos fueron llenos del Espíritu Santo” (2.4). El Espíritu es la vida común del cuerpo de Cristo y distribuye sus abundantes dones a todos los miembros, “repartiendo a cada uno como él quiere” (1 Co 12.7-13).1 Sin esos dones, la Iglesia no puede vivir ni cumplir su misión en la tierra.
El don de lenguas en Hechos 2 reviste un claro sentido misionero y evangelístico. Es importante notar que, a diferencia de Corinto donde las lenguas eran extáticas e ininteligibles (1 Co 13.1; 14.2), en Hechos 2 el don consistía en idiomas humanos, de todas las naciones identificadas en el pasaje (2.9-11). El texto nos cuenta que cada uno oía a los apóstoles “en nuestro propio dialecto” (2.5, dialecto), “en nuestra lengua en la que hemos nacido” (2.8, cf. 2.11). Por otra parte, Pedro les predicó en alguna lengua común (a lo mejor, su mal griego, con fuerte acento galileo) y la multitud lo pudo entender. Su comunicación fue tan eficaz que tres mil personas se convirtieron. Los galileos eran famosos por pronunciar mal su propio idioma (Mr 14.70). Sin embargo, en el día de Pentecostés el Espíritu capacitó a esos galileos para glorificar a Dios en muchos idiomas extranjeros y bendijo el mal griego de Pedro con envidiables resultados evangelísticos.
El contraste llama la atención. Por una parte, unos galileos, “sin letras y del vulgo” (Hch 4.11), lucen por un momento como brillantes lingüistas, pero a continuación Dios bendice el griego deficiente de Pedro para una evangelización impresionante. Entonces, ¿para qué ese previo don de lenguas?
El testimonio misionero de la iglesia, aun antes del sermón de Pedro, se inició cuando los apóstoles proclamaron “las maravillas de Dios” en los idiomas de todas las naciones presentes (2.11). Parece que en la sabiduría de Dios, los gentiles tenían que escuchar el Evangelio primero en los acentos auténticos de su propia cultura y en su lengua materna. Ningún idioma, ni el hebreo ni el griego ni el latín, debe considerarse el idioma oficial del Evangelio. Cuando el Evangelio llega a un pueblo, la única cultura a que pertenece debe ser la misma cultura del pueblo que recibe el mensaje. El Evangelio se encarna con fidelidad en la auténtica idiosincrasia de cada pueblo. Por eso, ser pentecostal significa ser contextual y autóctono. Imponer algún lenguaje extraño o patrones culturales extranjeros es anti-pentecostal.
A las experiencias carismáticas ha de seguir la exposición de la Palabra (2.14-36), la proclamación del Evangelio para la conversión de las personas (2.37-40). La predicación bíblica de Pedro no era menos pentecostal y carismática que los anteriores fenómenos de glosolalia. Aunque Pedro no tuvo oportunidad para preparar su sermón2, escogió muy acertadamente sus textos del Antiguo Testamento: Joel 2.28-32 junto con Salmos 16.8-11 y 110.1. Este mensaje de Pedro muestra las características de un buen sermón expositivo. Como respuesta a una situación no anticipada, comienza contextualmente (2.14-15). Se basa sólidamente en apropiados textos bíblicos. Aunque su ocasión fue el derramamiento del Espíritu y el don de lenguas, no es un sermón sobre lenguas, ni aun sobre el Espíritu Santo, sino sobre Cristo (2.22-35), que interpreta los fenómenos carismáticos cristológicamente (2.33). El sermón concluye con una afirmación contundente del señorío de Cristo (2.35). La Palabra predicada fue tan poderosa que los oyentes clamaron arrepentidos, “¿qué haremos?” (2.37), con lo que Pedro extendió una invitación evangelística (2.38-40) y tres mil se convirtieron (2.41).
Sin predicación bíblica, que expone cuidadosamente el sentido fiel de las Escrituras, como lo hizo Pedro, no se es pentecostal. Demasiadas veces, en nuestros días, la “celebración” y las experiencias sensacionales desplazan la fiel exposición bíblica. No fue así en el día de Pentecostés. Ser pentecostal, según el capítulo dos de los Hechos, significa “perseverar en la doctrina” (2.42) y edificar bíblicamente a la congregación con sólida predicación expositiva. La predicación bíblica es un elemento esencial de la pentecostalidad.
El final del capítulo nos presenta un tercer elemento esencial de la pentecostalidad: Una comunidad radical que practica la fe hasta las últimas consecuencias (2.42-17). En la nueva comunidad de fe, perseveraron en la doctrina, la comunión, el pan compartido y la oración (2.42). Era una comunidad integral y balanceada. Tenían favor con el pueblo (2.47) pero, a la vez, las maravillas y señales en la comunidad provocaban temor y respeto. Y lo más sorprendente, y la mayor prueba de auténtica pentecostalidad: tenían todas las cosas en común (2.44) “y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía” (4.32). Hasta vendían sus propiedades para financiar los proyectos sociales de la comunidad (2.45; cf. 4.32-37).
La mayor prueba de la autenticidad de lo que pasó el día de Pentecostés, fue lo que pasó el día después del Pentecostés. Los recién convertidos recibieron el Espíritu (2.38) y enseguida practicaron la justicia social y económica, como manda la palabra de Dios. El proyecto pentecostal incluyó un programa de comedores populares (6.1)3
Algunos pensadores judíos relacionaban el día de Pentecostés con el año del Jubileo (Lv 25) en que Israel había de repartir equitativamente toda la tierra4. El Jubileo era el año cincuenta y el Pentecostés era el día cincuenta, por lo que correspondía dentro del año a lo que era el Jubileo en el siglo. Además, en un pasaje claramente “jubilar”, el profeta anunció el don del Espíritu y buenas nuevas para los pobres en el “año agradable del Señor” (Is 61.1-3). Jesús aplicó este pasaje, en el mismo sentido, en su sermón inaugural en Nazaret (Lc 4.16-21; cf. 7.18-23). En el Pentecostés, el Espíritu Santo vino sobre la Iglesia, nuevo cuerpo de Cristo, y en seguida la práctica del Evangelio, en el poder del Espíritu, trajo “buenas nuevas para los pobres”.
El tercer momento del Pentecostés, según el capítulo dos de los Hechos, es una comunidad radical
que practica el Evangelio sin reservas, conforme al modelo del año del Jubileo. Sin eso no se es pentecostal, por muchas lenguas que se hablen. ¡Sin Jubileo económico, no hay Pentecostés!
Debe ser imposible para un cristiano ser anti-pentecostal, en el significado bíblico de ese magno acontecimiento. Pero tampoco se debe permitir que el hermoso título de “pentecostal” se limite a uno solo de los aspectos del día de Pentecostés o a una sola corriente dentro del cristianismo evangélico. ¡Pentecostales somos todos!
Cuentan que un evangelista decía una vez que no tocaba los problemas políticos porque “Dios me llamó al ministerio evangelístico, no profético”. Al contrario, Dios ha llamado a toda la Iglesia y a cada creyente a una presencia profética en medio del mundo. La Iglesia, como dicen Arens y Díaz Mateos (2000:288), es una comunidad de profetas y testigos. Dios encargó a Ezequiel profetizar de tal manera que, aunque el pueblo no creyera, “al menos sabrán que entre ellos hay un profeta” (Ez
2.5). Donde está la Iglesia, la gente debe darse cuenta de una presencia profética en su medio5.
Es cierto que el Nuevo Testamento enseña también una vocación personal de algunos creyentes al oficio profético (Ef 4.11), y afirma que no todos son profetas, igual que no todos son apóstoles ni maestros (1 Co 12.29)6. A estos profetas Dios puede dar revelaciones directas para la Iglesia (1 Co 14.29-31). Siempre que se dan tales revelaciones en el culto, la congregación entera, en cuanto comunidad también profética, las ha de juzgar (14.29). Igual que los profetas del Antiguo Testamento, estos profetas traen un mensaje directo de Dios (no necesariamente predictivo) para el pueblo de Dios. La vocación específica de ellos es una expresión más concentrada del carácter profético de toda la comunidad.
Apocalipsis 10.1-11 es un interludio entre la sexta trompeta y la séptima, sobre la misión profética de la iglesia en tiempos de crisis y tribulación. Se dedica primero a la misión profética de Juan mismo, como uno de esos profetas “de oficio”. Juan tiene que comerse el librito que está en manos del poderoso ángel (10.8-10; cf. Ez 2.9-3.3), con lo cual Dios le renueva su comisión de “profetizar “sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes” (10.11)7. La segunda mitad del interludio (11.3-13) trata del testimonio profético de la Iglesia entera, representada por los dos testigos, cuyo poder no se basa en soplar fuego sino en morir y resucitar con Cristo8. Hay un amplio consenso entre los comentaristas que ellos representan el testimonio profético de toda la comunidad.
Igual que Juan y los dos testigos, la Iglesia de hoy es llamada a profetizar sobre las naciones y gobernantes de nuestro tiempo (Ap 10.11; 11.3-13), aunque eso signifique atormentar al mundo entero (11.10) y hasta entregar nuestras vidas en martirio (11.7-10). Una Iglesia que calla ante la corrupción y la injusticia, que no molesta a nadie sino que busca quedar bien con todos, es una Iglesia infiel y cobarde. Y en primera fila de los que no entrarán al Reino de Dios, según el Apocalipsis, están los cobardes (Ap 21.8).
La tarea profética toma la forma de palabra y acción. Los antiguos profetas generalmente acompañaban su palabra de denuncia y anuncio con gestos simbólicos también proféticos. Esas acciones proféticas a veces eran preformativas para hacer realizarse la profecía, y en otros casos funcionaban como parábolas que aclaraban su mensaje. El profeta Juan realizó una acción simbólica antes de recibir su mandato de profetizar (10.10, comió el rollo) y en seguida se le ordena realizar otra (medir el santuario, 11.1-2). En cambio, el ministerio de los dos testigos (11.3-13) parece ser de pura acción profética, pues no pronuncian ni una palabra en todo el relato. La profecía siempre debe mantener esta correlación de palabra y acción. Como dice la canción, “no basta orar”, ni basta solamente la profecía verbal sin acción profética (ora et labora; “a Dios orando y con el mazo dando”).
El pueblo de Dios está llamado a ser una comunidad pentecostal, carismática y profética. ¿Está la Iglesia evangélica, en América Latina hoy, dispuesta a asumir este reto? Que Dios nos ayude a ser fieles y valientes, con esa presencia profética que nos exige su Palabra, como también nuestro momento histórico.
NOTAS
1) Puesto que el Espíritu reparte sus dones entre todos los miembros del cuerpo, no debemos distinguir entre cristianos “carismáticos” y otros que supuestamente no lo son. Según el Nuevo Testamento, todo cristiano es carismático.
2) Dejamos a un lado la pregunta, hasta qué punto el sermón es de Pedro mismo o hasta qué punto puede ser redacción de Lucas, que no afecta nuestro argumento.
3) Este proyecto de asistencia a los pobres de Jerusalén fue muy importante en la fase final de la misión de San Pablo (Ro 15.26; 1 Co 16.1-4; 2 Co 8-9; Hch 20.22-25; 21.11; cf. Ga 2.10).
4) Asociado con el Jubileo estaba el sábado de la tierra, cada siete años, en que debían cancelar todas las deudas y liberar a todos los y las israelitas bajo servidumbre (Dt 15).
5) No debe dejar de leerse, con mucha oración, el enjundioso capítulo (¡que nos parece en sí profético!) de Arens y Díaz Mateos, “Profeta, testigo y mártir” (2000:437-452).
6) Debe quedar claro que no estamos afirmando que todos los creyentes son profetas, sino que la Iglesia como tal está llamada a ser una comunidad profética. El énfasis en Hechos 2 sobre la universalidad del don pentecostal, que se extiende a todos y a todas en la comunidad, muestra que aun los que no son “profetas” por vocación están llamados a ser “proféticos” como miembros del cuerpo de Cristo.
7) Llama la atención que sólo aquí esta fórmula cuatripartita menciona “reyes”, lo que da a la comisión de Juan un énfasis más fuerte en el aspecto político. De hecho, a continuación Juan va a denunciar a diferentes reyes, sobre todo los emperadores romanos (capítulos 13-19.
8) En el Apocalipsis, “testigo” (mártus) suele sugerir martirio (1.5; 2.13). El testimonio profético de los dos testigos consiste sobre todo en su muerte, vituperio y resurrección.
BIBLIOGRAFIA
Arens, Eduardo y Manuel Días Mateos, Apocalipsis: la fuerza de la esperanza (Lima: CEP, 2000).
Blenkinsopp, Joseph, “Profetismo y profetas” en Comentario bíblico internacional, William A. Farmer, Armando Levoratti et al ed. (Estella: Verbo Divino 1999), 867-872.
Fee, Gordon y Douglas Stuart, La lectura eficaz de la Biblia (Miami: Editorial Vida, 1985)
Rofé, Alexander, “Jeremiah” en HarperCollins Bible Dictionary, Paul J. Achtemeier ed (HarperSanFrancisco 1996), 490-492.
Stam, Juan, Apocalipsis y Profecía (Buenos Aires: Kairós, 1998).
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Vine, W.E. Vine’s Complete Expository Dictionary of Old and New Testament Words (Nashville: Thomas Nelson, 198
Por Juan Stam
Revisado junio 2017