Sobre esa base bíblica los reformadores construyeron el edificio teológico constituido por los énfasis evangélicos que se resumen en las siguientes afirmaciones: solo Cristo (solus Christus), solo la gracia (sola gratia), solo la fe (sola fide), solo la gloria de Dios (soli deo gloria), la iglesia reformada siempre reformándose (ecclesia reformata semper reformanda). Sin embargo, ya en 1520, antes de la Dieta de Worms Lutero escribió tres tratados en que exponía su posición teológica en controversia con la sostenida oficialmente por la Iglesia Católica Romana: La libertad cristiana, A la nobleza alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano, y La cautividad babilónica.
De importancia especial en relación con nuestro tema es el segundo de los tratados que hemos mencionado. Aunque sin negar la necesidad de un ministerio “ordenado” por razones funcionales, en su tratado dirigido a “la nobleza alemana” Lutero rechaza la marcada división tradicional entre clérigos y laicos, y afirma el sacerdocio de todos los creyentes (también denominado sacerdocio común) en los siguientes términos:
Todos los cristianos son en verdad de estado eclesiástico y entre ellos no hay distingo, sino sólo a causa del ministerio, como Pablo dice que todos somos un cuerpo, pero que cada miembro tiene su función propia con la cual sirve a los restantes. Esto resulta del hecho de que tenemos un solo bautismo, un Evangelio, una fe y somos cristianos iguales, puesto que el bautismo, el Evangelio y la fe de por si solos hacen eclesiástico al pueblo cristiano.
La base bíblica de esta posición es sólida. De acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento, el único sacerdocio válido hasta el fin de la era presente es el sacerdocio de Jesucristo, quien se ofreció a sí mismo en sacrificio por los pecados y “con un solo sacrificio ha hecho perfectos para siempre a los que está santificando” (Heb 10:14). Todos los que confían en él tienen acceso directo a la presencia de Dios (10:19-22). Nadie puede ofrecer más sacrificios por el pecado: la obra de redención ha sido consumada; Jesucristo hombre es el único mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2:5). En virtud de su relación con él, todos los creyentes participan de su sacerdocio: son el sacerdocio del Rey (1P 2:9); son “reyes y sacerdotes” (Ap 1:5; 5:10). Y como tales están llamados a ofrecerse a sí mismos, “en adoración espiritual . . . como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Ro 12:1).
Bíblicamente, todo cristiano es sacerdote por el solo hecho de ser cristiano. La Iglesia es un pueblo sacerdotal. Consecuentemente, todos sus miembros han sido consagrados al servicio de Dios, y para realizarlo han recibido “diversos dones”, “diversas maneras de servir”, “diversas funciones” que el Espíritu reparte “para el bien de los demás” (1Co 12). Sobre esta base bíblica, la Reforma Protestante del siglo XVI desbrozó el camino para que cada iglesia local sea una iglesia-comunidad que supere la dicotomía entre clérigos y laicos y todos los miembros del cuerpo de Cristo, sin excepción, participen en servicios que manifiesten el amor a Dios y al prójimo de manera práctica. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es hasta qué punto nuestras congregaciones están comprometidas con el sacerdocio de todos los creyentes, tomando muy en cuenta que “todos los que han sido bautizados en Cristo se han revestido de Cristo” y, en consecuencia, “ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer” (Ga 3:27-28).
Fuente: Revista Kairos