Retengan lo que es bueno 1 Tes. 5.21

24/3/19

¿Pastorlatría? ¿De qué me habla? - Autor: Eduardo Coria

“Pastor, necesito que me ore”… Como pastor se por experiencia que esta frase es muy halagüeña, pero también se que entraña un grave peligro porque refleja la idea errónea de que los pastores, por el mero hecho de serlo, en lo espiritual están un escaloncito más arriba que los “hermanitos” de la Iglesia que hasta llegan a pensar que “es lógico que los pastores estén un poquito más cerca de Dios”… Pero estimo que esto ya ha dejado de ser un peligro para convertirse en una manifestación moderna del viejo pecado de la idolatría. La “pastorlatría” es una de las peores formas de aquel viejo pecado y está trayendo manchando el nombre del Señor y desacreditando el Evangelio de Cristo.

“¿Y qué hace usted? – preguntará alguno que otro pastor– porque el que esté sin pecado…”. Esto es lo que hago: cuando alguien me pide: “Pastor, necesito que me ore”, por supuesto que lo hago; pero no dejo de decirle: “Hermano, usted tiene el mismo Dios que yo, el mismo Cristo que yo, el mismo Espíritu Santo que yo, la misma Biblia que yo, la misma fe que yo. Así que usted tiene tanto derecho como cualquier pastor para llegarse a Dios y reclamar sus promesas. Voy a orar, pero usted también debe hacerlo porque cuenta con los mismos recursos que yo tengo”. Y dejo expresa constancia de no hago esto porque considere que yo estoy fuera de la posibilidad de caer en ese pecado, sino porque necesito defenderme y defender a mis hermanos de la “pastorlatría” que arruina tanto a pastores como a ovejas…

Se está dando a los pastores una posición de preeminencia que va más allá de la medida justa de respeto y autoridad que Dios le ha otorgado. Estoy convencido que se debe demitificar la figura del pastor, y restituir a Cristo al lugar de Señorío que algunos parecen usurpar. Todo pastor verdadero tiene que ser honesto y no interponerse jamás entre su congregación y Dios. Ningún hombre puede reemplazar a Jesús y desempeñar el papel de “mediador” entre Dios y los hombres. Todos nosotros sabemos y enseñamos que solamente hay “un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5), pero algunos parecen a punto de ceder (o ya han cedido…) a la tentación de pensar que son los Ungidos especiales del Señor, hombres casi únicos por los que necesariamente los “hermanitos” tienen que pasar si es que van a recibir la bendición de Dios. Es hora de que tomemos en cuenta el ejemplo de Juan el Bautista quien, sin ser pastor pero siendo “el mayor” entre los nacidos de mujer (Mateo 11:11), tuvo la grandeza suficiente como para declarar frente a Cristo: “Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30).

¿A qué se debe esta perversión que observamos en cierto liderazgo de la Iglesia? Estimo que en parte se debe a que algunos no tienen muy en claro su papel, y confunden su función pastoral con la función apostólica. Por supuesto que los apóstoles fueron hombres dotados por el Señor con gran autoridad sobre las enfermedades, las fuerzas Satánicas, y el mal en general (¿se acuerda de lo que pasó con Ananías y Safira, (Hechos 5:1–11)?. Pero recordemos también que hasta los discípulos cayeron en algún momento en el error de sobreenfatizar su autoridad de manera que Jesús tuvo que corregirlos duramente: “Volvieron los setenta con gozo, diciendo: Señor, aún los demonios se nos sujetan en tu nombre. Y les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará. Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:17–20).

Es innegable que la autoridad de aquellos hombres fue grande, pero también es innegable que no legaron su autoridad a las generaciones posteriores. No existe tal cosa como la “sucesión apostólica”. Aquel fue un grupo pequeño y cerrado, porque su lugar en el plan de Dios era puramente temporal. Efesios 2:20–22 lo dice con toda claridad: “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu”. Los apóstoles y los profetas cumplieron un ministerio fundacional, dieron inicio al edificio espiritual que es la Iglesia; y ¿por qué no se perpetuó su ministerio? Sencillamente porque este ministerio ahora no es necesario.

No tenemos apóstoles porque así como en cualquier edificio el fundamento es uno y las paredes son otras, ellos fueron el fundamento de la Iglesia y nosotros somos sus paredes. Si miramos con cuidado este pasaje, observaremos que no es que los apóstoles y los profetas pusieron el fundamento, ¡ellos son el fundamento! Nosotros somos piedras erigidas sobre aquel cimiento inimitable e inamovible, y la tarea que nos corresponde no es la de poner fundamento sobre el fundamento sino la de agregar piedras vivas al edificio de la Iglesia.

Ningún pastor hoy en día posee la autoridad que los apóstoles tenían, simplemente porque ningún pastor (ni el mejor de ellos) forma parte del fundamento de la Iglesia; puede y debe ser una piedra fuerte y destacada en la Iglesia, pero fundamento no puede ser. Pablo agrega algo de luz sobre este tema cuando en 2 Corintios 12:12 dice: “Con todo, las señales de apóstol han sido hechas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros”. Los apóstoles tuvieron que autenticar su posición como tales por medio de obras portentosas, y lo hicieron. El fundamento de la Iglesia fue puesto y certificado con la autoridad y el poder necesarios como para garantizar la permanencia de la Iglesia, pero hoy en día no hay nada que certificar ni autenticar. ¡Los planos de la Iglesia fueron certificados por el Supremo Arquitecto, y Él mismo puso el mejor fundamento: sus apóstoles y profetas!

Dicho sea de paso, aunque aquellos hombres fueron mucho más eminentes que algunos de los “grandes siervos” de hoy en día, ninguno de ellos tuvo la idea loca de apellidar a la Iglesia con su propio nombre. No existió tal cosa como “la Iglesia de Pablo… la Iglesia de Apolos… la Iglesia de Pedro…”, aunque la tentación sí existió: los Corintios habían caído en ese tipo de tonterías: “Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo” (1 Corintios 1:12), y el apóstol tuvo que reprenderles duramente y dejar aclarado este tema a todas las generaciones venideras en 1 Corintios 3:4–8: “Diciendo el uno: Yo ciertamente soy de Pablo; y el otro: Yo soy de Apolos, ¿no sois carnales? ¿Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté, Apolos regó, pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa”. A la luz del versículo 7 el que riega y el que planta son una misma cosa, ¡son nada! Sería muy saludable que los pastores no dejáramos de relacionar este pasaje con el ejemplo de Juan el Bautista…

Nadie puede demostrar que la autoridad apostólica pasó a la Iglesia de todos los tiempos, simplemente porque la tarea que les tocó cumplir a los apóstoles (y a los profetas) se terminó cuando el fundamento de la Iglesia estuvo puesto.

Frente al hecho de que actualmente no hay apóstoles, la pregunta lógica es ¿dónde está hoy la autoridad espiritual? Después de aquella época la autoridad espiritual no residió ni reside en ningún hombre sino en la palabra apostólica, en las Escrituras. Aquel pastor que es “poderoso en las Escrituras” podrá tener un ministerio poderoso y auténtico. El que se rige por otros parámetros podrá quizás reunir mucha gente, hacer “grandes cosas”, tener “éxito”, pero lo suyo no será otra cosa que un movimiento meramente humano y carnal, sin trascendencia eterna. Jesús previó que algunos pastores tratarían de desarrollar sus ministerios sobre una base equivocada, e hizo esta advertencia: “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declarará: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:22–24).

Hoy en día la autoridad espiritual está depositada en la palabra apostólica, en las Escrituras. Ella y su autoridad es la que hace nacer de nuevo a la vida espiritual (1 Pedro 1:23–24), genera fe en el corazón (Romanos 10:17), edifica la vida espiritual (Hechos 20:20), santifica a los creyentes (Juan 17:17), penetra como espada del Espíritu en el duro corazón del hombre (Efesios 6:17, Hebreos 4:12), etc. etc. Los hombres, pastores o no, pueden tener un ministerio poderoso y fructífero en la medida que entienden, creen, obedecen y comparten la Palabra de Dios.

¿Entiende por qué decía al principio que era necesario demitificar la figura del pastor? Nunca hubo ni habrá superpastores o supersiervos de Dios, ¡No existen los “supersiervos” de Dios! Dios no atiende exclusivamente en la oficina de ningún pastor, Dios no está al servicio de ningún pastor. Cuando algunos hacen alarde del tamaño de su Iglesia y de la magnitud de sus “milagros” o minimizan sus errores (o pecados) a la luz de la asistencia a sus reuniones o de las obras que realizan, están demostrando su mediocridad personal y lo lejos que están del corazón de Cristo quien “no vino para ser servido sino para servir, y para dar su vida por muchos” (Marcos 10:45).

Pastores, revisemos nuestra vida a fondo. Abramos la Biblia, pero no como lo hacemos habitualmente (para predicar a otros…), sino para chequear bajo su luz el ministerio que Dios nos ha dado, el tiempo y los dones que nos ha dado. Si es necesario arrepintámonos de la “pastorlatría” en el que hayamos caído. Seamos francos con nuestros “hermanitos” (diminutivo que aborrezco porque sugiere que en la Iglesia de Cristo hay “hermanazos”…) y edifiquémoslos para que sean creyentes Cristo dependientes y no pastor dependientes. Cumplamos dignamente con el papel que Efesios 4 nos asigna, el de “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo… ”, cosa que algunos pastores no hacen porque parece que tienen miedo de que sus “hermanitos” crezcan y los desplacen de su lugar.

Una palabra final a los miembros de Iglesia que están leyendo estas palabras. Este artículo no tiene el propósito de generar rebeliones o revoluciones en la Iglesia, porque la Biblia enseña que los pastores han recibido autoridad de parte de Dios y los miembros de la Iglesia deben obedecerles y sujetarse a ellos (Hebreos 13:7, 17; 1 Timoteo 5:17–18; etc.). Pero la Biblia también dice que si un anciano (“anciano” aquí no se refiere a un hombre de edad madura, sino a un pastor) persiste en pecar debe ser reprendido públicamente (1 Timoteo 5:19–20). ¿Por qué? Porque la autoridad de los pastores permanece vigente sólo mientras él no cae en errores de doctrina o de conducta; el pecado y la enseñanza falsa quitan tanto la bendición de Dios como la autoridad espiritual.

Termino con las memorables palabras del apóstol Pedro: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria”. (1 Pedro 5:1–4).

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